¿Por qué cocinamos?

En el rescoldo del fogón de abuela Lía se asaba lenta y deliciosamente la mejor tortilla tostada de la historia. Recuerdo las yemas de sus dedos - planas de tanto palmear- untando manteca con parsimonia y cuidado sobre cada milímetro de la superficie de aquella tortilla pequeñita y delgada que salía del último y minúsculo poquito de masa. Ella no tiraba absolutamente nada: ese desperdicio insignificante se convertía en un premio, un bocado inolvidable, irrepetible en otras manos, la piedra fundacional de la memoria afectiva y la comida como acto de gozo.

La tortilla tostada de abuelita era el momento en el que ella se rebelaba contra el oficio que el destino le puso en las manos: cada mañana, antes que rayara el sol, ella destapaba aquella olla de maíz que había descansado durante la noche, en el agua con ceniza, y comenzaba a moler. Molía y molía y palmeaba sin parar para preparar los atados de tortillas que mis tíos y mi mamá salían a vender casa por casa para recoger la plata de los pases del bus, de los cuadernos, de la tela con la que ella misma les cosía los uniformes. Pero esa última tortilla, untada de manteca y asada en el rescoldo, era su impulso creativo luchando por salir de la maraña de las obligaciones diarias. La comíamos en silencio, pringada de sal, mitad ella, mitad yo: nuestro jardín de las delicias.

Nunca le pregunté a qué edad comenzó a trabajar, pero tenía pinta de haberlo hecho toda la vida. Iba de un lado a otro todo el día, como una hormiguita: abonando los siembros, pelando los cubaces, secando las mazorcas, dándole comida a las gallinas, desyerbando las eras de las que salían pequeños rollitos de culantro, rábanos tiernos, lechugas, tomatitos de cerca, matas de apio. Abuelita me llevaba a la feria en San Isidro: íbamos en bus, muy temprano. Caminábamos juntas, tomadas de la mano. Siempre fue una mujer de pocas palabras y de gestos inmensos: gracias a ella probé las frambuesas silvestres que un finquero traía de San Pedro de Cajón, y siempre me compraba un pedacito de pan de banano de los menonitas, cubierto con un glaseado espeso que aún vive en mis sueños.

Esas son las cosas en las que estoy pensando siempre que cocino. Abrir la refri, sacar tres ingredientes y hacer comida para 6 personas en veinte minutos no es un talento: es una habilidad que desarrollé viendo a abuelita primero y a mamayi después. Esa es la comida que me hace feliz. Me gusta comer lo que la gente prepara caminando alrededor del ingrediente que había en el mercado. Esos platos que son un homenaje sentido y profundo por la tierra que nos da el alimento. La cocina peruana fundacional, la alta gastronomía mexicana, la cocina chilena tradicional, la cocina costarricense de autora. La chef es tu mamá, tu tía, tu abuela. No cocinan para entrar en listas ni para ganar estrellas, aunque bajaría todas las estrellas del cielo por un bocadito de su pozol, por uno de sus pastelitos de choclo.

Ahora hay más gente que se dedica a cocinar de manera profesional, por otros motivos que no tienen nada qué ver con mantener a 10 hijos. Y es muy curioso cómo todo lo que cocinan revolotea en torno a responder la pregunta “¿por qué cocino?” Una de las cosas que me alegran de no estar cocinando profesionalmente en este momento es que me siento con un poco más de libertad para opinar sobre este tema: la respuesta a esa pregunta no es tan importante. No es más importante que la comida que hacemos, que el trato que le damos a nuestro equipo, que nuestros esfuerzos por construir restaurantes más amigables con el ambiente y con las economías locales. No podemos dejar que el ego nos camine por delante mientras levantamos un negocio de comida: o sí podemos, pero se va a notar mucho, a leguas.

No hace falta contar una historia sobre cada plato: eso es una sobrecarga para los comensales, que quieren comer en paz y probablemente prefieren que la comida hable por sí misma. Excepto si esa historia la cuenta Gracia María: porque ella además de ser una cocinera impecable, es una gran contadora de historias. El resto podemos - y deberíamos- reservarnos el impulso romántico que nace de las mesas blancas, esa necesidad pretenciosa y muchas veces necia de creerse artista, de monetizar los hobbies, de poner la pasión ególatra por encima de la salud y el disfrute de los otros. Si la historia no es relevante, no hace falta contarla.

Cocinar es un oficio bello y terrible al mismo tiempo: un péndulo constante en el que al extremo opuesto de las motivaciones individuales está el fin último de la restauración, que es servir a quien se sienta a la mesa. Si buscar una identidad para lo que hacemos se convierte en un ejercicio molesto, cansado, bochornoso: preguntémonos si estamos buscando en el lugar correcto.

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