Identidad.

Hay una especie de santo grial que toda la escena gastronómica local parece llevar años buscando, y está muy relacionado con la pregunta imposible de responder ¿qué es cocina costarricense?

La búsqueda de identidad es ultra pertinente, porque al parecer alguien descubrió que “los mexicanos y los peruanos rescataron su identidad culinaria y por eso ahora son potencias gastronómicas de clase mundial” y entonces decidimos que la receta para posicionar a Costa Rica en la escena gastronómica internacional tiene que ver con eso, necesariamente. Entonces buscamos y buscamos aquello que debe ser rescatado y revalorizado, y nos encontramos con algunos señores de grupos organizados que afirman que nuestra cocina nunca va a tener altura porque “nace de la pobreza, es una cocina pobre, Costa Rica era la provincia más pobrecita y alejada de la Capitanía General de Guatemala y aquí no llegaba nada, entonces solo comemos picadillo y todo lo demás se envuelve en huevo y pare de contar” o cosas por el estilo. O sea, comenzamos perdiendo, porque “las autoridades locales” de la gastronomía nos dicen que nuestra “supuesta” identidad no vale la pena.

Procedemos a buscar identidad en los libros de comienzos de la República, en los que se mencionan algunos pasteles y arroces, o postres que medio se parecen a lo que entendemos como cocina local. Y seguimos escarbando y haciéndonos bolas, y tratando de incorporar ingredientes a lo loco en menús que quieren ser de comida costarricense “pero menos pola”, o yo qué sé… En fin, ¿qué les cuento?

Hay muchas maneras de acercarse al oficio de la cocina, pero una que me parece muy valiosa y legítima es saber que cuando cocinamos estamos haciendo otras cosas además del sofrito o del puré, que no tienen tanto qué ver con si tenemos una pacojet en la cocina para que todo nos quede más parejito, o si usamos cuchillos traídos de Japón, o si preferimos que nos digan “chef”. Esas otras cosas parten de estar conscientes de que cocinar implica entender - o al menos tratar de hacerlo- el contexto en el que nos movemos, los ingredientes que usamos, lo que tenemos disponible en el entorno en el que trabajamos (sea esto producto, técnica o inspiración).

Entender que cocinar va más allá del plato que servimos, o que el plato que servimos es consecuencia de algo más grande, más integral, que tiene connotaciones sociopolíticas, económicas y ambientales, puede ser un primer paso en esa búsqueda tan tormentosa, que convierte a más de un cocinero en poeta maldito, que nos hace rebotar de frustración en frustración, discutiendo sobre los aspectos menos productivos del oficio: que si primero fue el huevo o la gallina, que si sirvo lo que le gusta a la gente o lo que me gusta cocinar.

Y creo que comprender esto pasa por reconocer una realidad que es histórica, política e innegable: tenemos una herida colonial qué sanar. La historia de nuestra región no comienza cuando “se descubre el nuevo mundo”: ese mito del mundo nuevo, “descubierto”, en el que había poco aparte de exuberancia, gente en tapa rabos y comida sin gracia nos sigue haciendo un daño tremendo al día de hoy.

Nos hace daño de muchas maneras. La principal no es que nos haga sentir menos: la principal es que nos hace negar lo que estamos buscando desde hace tanto tiempo. La herida cultural nos niega el reconocimiento de nuestra identidad colectiva, al invisibilizar las realidades de nuestros pueblos originarios, de nuestras zonas costeras y transfronterizas, de las regiones que están fuera de la GAM. Yo creo que como cocineros y cocineras tenemos una oportunidad inmensa de arreglar este entuerto. Podemos querer o no hacerlo y eso está bien: nadie nace obligado al activismo. En asunto es que si queremos escarbar a profundidad en el problema de nuestra identidad colectiva, y buscar respuestas que podamos traducir en propuestas culinarias, ese trabajo debe hacerse.

Cualquier otro “esfuerzo” superficial no va a pasar de ver que alguna gente se admire porque en un país en el que “el único ingrediente endémico es el tacaco” (sic), haya algún cocinero o cocinera trabajando de manera relevante y creativa con producto local. Costa Rica es parte de una pequeña zona multicultural que conecta dos de las regiones más ricas del planeta, y además está posicionada en un lugar privilegiado. Cuenta con una biodiversidad inmensa, posee sus propias variedades endémicas de vainilla y cacao. Aquí tenemos acceso a 16 variedades de aguacate, 5 de maíz, y somos frontera de consumo de un sinfín de ingredientes, como el pejibaye, la raíz de chayote, el chicasquil y el chan.

Todo bien si alguien quiere ir a estudiar a Francia o al CIA, eso no tiene nada de malo. Especializarnos es maravilloso, y quienes tengan la posibilidad de hacerlo, ojalá que la aprovechen. Ahora bien, para participar en una discusión productiva sobre lo local, sobre nuestra gastronomía y cómo potenciarla, es un poco absurdo pretender que es suficiente con tener un título de una escuela de cocina, por más prestigiosa que esta sea. Nuestro país es pequeñito, visitar lugares fuera de la GAM no es imposible. Hay un calendario plagado de ferias locales (de la cebolla, del chicharrón, del rambután, del chayote…) a las que vale la pena ir para conocer un poco más sobre las expresiones gastronómicas y culturales de las distintas regiones. Y un buen comienzo es sacar las nalgas del escritorio o la cocina y comenzar a visitar ferias del agricultor.

Quienes viven en la GAM no terminan de dimensionar el inmenso privilegio de la feria: una vez a la semana, durante dos días, en diferentes barrios de la ciudad, la calle se llena de todo lo que se produce en el país: pejibayes de Río Claro, quesos de Turrialba y Acosta, jengibre, yuca y cúrcuma de San Carlos, productos de Guatuso, Pérez Zeledón, Dota, Siquirres, Atenas, Upala, Curubandé… Es como un milagro.

Nuestra identidad está al alcance de la mano: no hay que encontrarla. Hay que sanarla de la herida que los mitos de la excepcionalidad costarricense le han hecho. Verla manifestarse en todo lo que pasa en las afueras del centro. Nuestra identidad es centrífuga, y por eso tenemos que salir de la comodidad de la cocina para encontrarla. Entonces preguntémonos más bien qué es lo que estamos buscando, y cuáles son nuestros motivos. Porque no hay lista en el mundo que sea capaz de dimensionar o reconocer lo que sucede fuera del restaurante y se convierte en inspiración para este. Comencemos a saldar esa deuda, todo lo demás vendrá por añadidura.

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