Los hilos invisibles

Una vez aparecí llorando frente a ese camioncito amarillo con rojo que todos los domingos se instalaba en la esquina noreste de la Feria de Zapote: traía el corazón despedazado en las manos, y necesitaba con urgencia que alguien me ayudara a remendarlo. En esos días me despertaba muy temprano los domingos, a veces no dormía del todo. Y tenía unas ganas desesperadas de regresar a mi casa.

Entonces subía al Macizo de la Muerte. Manejaba entre la niebla a las 3 de la mañana para ver el sol salir, porque necesitaba convencerme, a como diera lugar, de que el mundo ahí afuera iba a seguir girando a pesar de que mi mundo interior acababa de ser azotado por una tormenta y ya no quedaba nada. Miraba el amanecer y bajaba del Macizo a seguir con mi vida: pasar a la feria por la compra, abrir el restaurante a las 9 am, hacer el servicio, limpiar la cocina y ahora sí, cuando todo estaba en silencio y ya no quedaba nadie más, sentarme a llorar en la terraza porque hay algunos dolores que solo se deshacen entre lágrimas.

Yo solo quería regresar a mi casa, sentarme en el corredor con mi mamá, no volver a perder nada nunca más, pero apenas si me daba tiempo de recorrer la mitad del camino y regresarme corriendo a seguir con una vida que no estaba muy segura de querer seguir teniendo, pero a veces no queda más remedio y hay que recogerse las mangas y seguir amasando.

Entonces aparecí llorando frente a ese camioncito, a las 6:30 de la mañana. Roro y doña Mary me invitaron a entrar y me dieron un vasito de café. Después llegó alguien con un melcochón de esos que se hacen trizas entre las manos. Comimos sanguchitos de mantequilla con paté. Me dijero que yo estaba mejor así, que a veces hay que escarbar en el barrial para encontrar la perla que andamos buscando, que yo era mucho jamón para esos huevos y que algún día todo iba a volver a estar bien. Algún día.

Roro fue mi amigo desde el día en que lo conocí. Una conocida de la universidad me había comentado del señor que vendía jamón de pata, preparado por él mismo, en la Feria de Zapote. Me asomé con curiosidad y conocí a este señor que bien podía haber sido mi abuelito, o mi papá, muy elegante, con su delantal blanco y su boina de fieltro negro, hablando a gritos con sus clientes, despachando a la gente que se quejaba de sus precios, muerto de risa, haciendo toda clase de comentarios impertinentes: mi persona favorita del mundo. Del techo del carrito colgaban los codos de cerdo ahumados, la chistorra. Dentro de la vitrina, el mejor paté que he comido en Costa Rica, la pata, el jamón ahumado, la tocineta cortada en rebanadas gordas, y una mortadela impecable, de la que asomaban trocitos de grasa y tajaditas de almendra.

Nos hicimos amigos en 2 minutos, y ahí comenzó una relación que me acompañó hasta su muerte. Roro me invitaba a comer la olla de carne gigantesca que preparaba en su casa en Heredia para celebrar el día del padre. Me hizo las salchichas vienesas del rasbrunch, el plato que más vendí durante todos los años que servimos desayuno. Le pedí bresaola para una pizza: me hizo bresaola para la pizza. Me cortaba el jamón de pata en lonjas transparentes, y el jamón ahumado en lonjas gruesas y jugosas. Nos hacía chorizo con manzana para los platos de navidad, me enseñó los nombres de todas las partes de un cerdo, hicimos queso de cabeza juntos.

El tiempo fue pasando y efectivamente: un día todo volvió a estar bien. Él dejó de ir a la feria pero me siguió trayendo productos todas las semanas. Y un día apareció un poquito pálido, en medio de la pandemia, solo porque sí. Recién había salido de una cita en el Calderón Guardia. Le pidió a su hija que lo trajera al restaurante para usar el baño. Cuando nos despedimos, me dio un abrazo muy largo, a escondidas, “era mentira que quería usar el baño, Adrianita. Tenía muchas ganas de verla”. Tres días después, me desperté con un mensaje corto de doña Mary: Roro se nos murió. Estábamos en media pandemia y no hubo un funeral como el que él se merecía. No hubo despedidas con mariachi. Solo el vacío inmenso de la partida de un gran amigo.

Hay hilos invisibles que lo unen todo, como el micelio que cubre todo el subsuelo: no los vemos, pero son los que determinan si, por ejemplo, un restaurante es bueno o es increíble. A veces tengo la oportunidad de hablar sobre encadenamientos productivos con estudiantes de gastronomía, y esta es la historia que está debajo de lo que les cuento. Cuando digo “generar relaciones de confianza” estoy hablando de crear cadenas de valor con gente delante de la que podés llorar porque se te murió el perro o no tenés plata para pagar la factura del último pedido. Un camión de food service nunca va a poder aportarle esa experiencia a un cocinero o cocinera. Cuando humanizamos nuestro trabajo, la comida es automáticamente más sana: me le podés poner menos sal al tocino, Roro? Roro, yo sé que dura menos, pero hay alguna posibilidad de hacer el jamón con sal sin nitratos?

Un encadenamiento productivo debe verse como un micelio: hay muchos puntos que se conectan: un día, si sos una persona decente, tu proveedor te va a invitar a visitar su finca. Un día alguien te va a regalar unas semillas y tu primer pensamiento no va a ser “mejor déselas a alguien más, yo no tengo tierra ni para llenar una maceta” sino que de inmediato te vas a preguntar en la finca de quién hay mejor posibilidad de que pegue este pepino. Te vas a convertir en alguien importante para una comunidad: vas a ver muchas fotos de bebés recién nacidos, vas a llorar muertos que no conociste en persona pero que son el mundo entero para tu proveedora de ayote. Esos hilos invisibles son los que conectan lo que hacemos con la idea primigenia de que cocinar es un acto de servicio, en el que participan decenas de personas, en el que la tierra es un elemento fundamental, y quienes la trabajan son los actores principales de la historia que queremos contar. Cocinar para otros es el acto privado más público que existe. Cuando traemos a la mesa a toda la gente que colabora en el proceso, el ego cierra la boca, y nuestra misión recupera la claridad que nuestras ambiciones le quitan. Agarrémonos duro de esos hilos, y dejemos que sean nuestro cable a tierra.

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Identidad.