Apagar las luces

Quienes me conocen desde hace más de 10 años saben que Manos en la Masa comenzó como un blog de recetas. Eran otros tiempos en internet: tiempos muy bonitos, en los que algunas personas alrededor de la región comenzábamos a producir contenido para compartir en línea. Los blogs estaban muy de moda, y sobre ese patín fue que nos subimos mi muy querida amiga Lena Zúñiga y yo.

Con una pequeña cámara comencé a tomarle fotos pésimas a la comida. Escribíamos y escribíamos, posteábamos las cosas que nos salían ricas y las que no. Nosotras viajábamos mucho por asuntos laborales: el blog se convirtió en nuestro cable a tierra, un espacio que nos daba el consuelo del arraigo incluso cuando estábamos en lugares muy remotos, sin teléfono. Manos en la masa se iba a llamar “Cuchara de palo”, pero ese nombre ya estaba tomado. Así que lo demás se hizo como por inercia: elegimos ese nombre, comenzamos a escribir y tener una cocina en línea nos daba el consuelo por la falta que nos hacía la otra cocina, la de la casa.

La cocina de mi casa era pequeñita, oscura. El apartamento me lo alquilaron con refri y con estufa eléctrica incluida. Y esa estufa tenía un horno, mi primer horno. De ahí salieron mis primeros panes de masa madre, cuando hacía experimentos con recetas que nos compartíamos con personas desconocidas por correo electrónico. Luego me mudé a otra casa, pero compré la estufa y me la llevé conmigo. Y en esa casa nueva comenzó el blog. También comenzaron los viajes, la refri vacía, las ganas de dormir en mi cama luego de 3 semanas metida en algún pueblito remoto de El Salvador, de Honduras o Nicaragua. Luego de viajar a Holanda a presentar informes de proyectos, o de pasar en encerronas de trabajo fuera de la ciudad.

Yo solo quería arraigo. Y ese blog me dio eso y más: me dio la oportunidad de conocer gente increíble. De comenzar a cocinar en mi casa para desconocidos que se animaban a pagar por adelantado y venir a comer donde una muchacha de la que solo habían leído recetas en línea. De imaginarme un futuro lleno de arraigo, un salón propio en el cual recibir a la gente que quisiera comer mi comida. Una cosa llevó a la otra, y en el 2013 pedí un préstamo y abrí la cafetería. Tenía tanto miedo que no quise hacer nada nuevo: le dejé el mismo nombre del blog, y comencé a cocinar de sol a sol sin saber siquiera usar una hoja de excel para hacer costeo.

Han pasado muchos años de eso. Muchas horas, muchas vidas, muchas yo. En Manos en la masa aprendí de todo. Lo más importante: atreverme a ser vulnerable y ser yo. Cuando inicié este viaje tan largo estaba en un proceso de autoconocimiento muy profundo. Me pasó de todo siendo “emprendedora”. En el camino se me acercó gente muy importante, que marcó para siempre el destino de ese negocio. Conocí a Gabriel, quien por años fue mi socio y me ayudó a empujar nuestro pequeño botecito por las aguas enfangadas de la burocracia, las deudas y el estrés. Hubo días en los que no sentí ningún amor por mi trabajo. Pasé por una crisis depresiva severa, fui diagnosticada con un trastorno de ansiedad generalizada. Y otros días fui sumamente feliz en la cocina: recibí visitas inolvidables, grabé programas divertidísimos con Coma c´est´a, hice grandes amigos en el sector de alimentos y bebidas, aprendí cosas nuevas, y logré entender de dónde venía esa ansiedad constante que me estaba apagando como una de esas velitas a las que ya casi no les queda mecha. Aprendí más o menos de dónde venía, y con ayuda, medicamentos y terapia comencé a poder controlarla un poco.

Luego vino la pandemia y descubrí de lo que soy capaz. Aunque habíamos estado en una crisis financiera desde el 2019, logramos mantenernos a flote y rediseñar nuestro modelo de negocios para adaptarnos a la emergencia sanitaria. Pasaron muchos meses sin poder ver a mis papás, que estaban lejos, en Pérez Zeledón. La salud de mi papá se estaba deteriorando. Y les puedo ser muy honesta: yo sentía que le estaba fallando a todo el mundo siempre: a mis clientes, al equipo de Manos, a mi familia. A mí misma. A mis amigos. Era una sensación pesada, horrenda: un constante sentir que siempre estaba decepcionando a alguien, por más esfuerzos que hiciera. El año pasado llegó un momento en el que ya no pude más con esa sensación y la llevé a terapia para pedirle a mi psicóloga que me ayudara a cambiar de estrategia, porque lo que estaba haciendo no daba resultados. Así fue como llegué al estudio clínico en le que revisamos varias cosas, descubrimos unas y descartamos otras.

Cuando lo que me estaba pasando topó con una explicación clínica, tuve una claridad que no había logrado tener nunca en mi vida. Y me prometí que iba a hacer todo lo posible por estar bien y por volver a mí misma. Luego de muchos años de vivir constantemente incómoda tratando de encajar y de “no incomodar” a nadie, de repente ese miedo indescriptible de decepcionar a los otros desapareció casi por completo. Y finalmente pude verbalizar una decisión que en realidad había tomado hacía ya bastante tiempo: ya no quería tener ese restaurante. Ese en particular, en esa casa destartalada y hermosa que se estaba cayendo a pedazos por dentro y por fuera. Ese lugar que construimos a punta de improvisación y de necesidad, trabajando con lo que teníamos, sin saber muy bien para dónde íbamos: no más. Porque el amor no es suficiente.

Entre noviembre y diciembre tomé todas las previsiones necesarias para comenzar la transición hacia otra cosa. Y en marzo cerramos. Subí todo a dos camiones de mundanza: mis equipos, mis libros, mis perritas, mis matas, mi amor. Me vine a casa. Estoy haciendo las paces con una persona a la traicioné de forma sistemática, sin querer, durante muchos años: yo misma. ¿Que si el diagnóstico hubiera llegado más temprano todo habría sido más fácil? Nunca voy a saberlo, no tengo cómo. ¿Me hace falta el restaurante y hay días que pienso que cometí un error al cerrarlo? Conforme pasa el tiempo esa sensación se va disipando. Estoy muy agradecida por haber podido hacer algo tan lindo e inspirador durante tantísimos años. A veces llega un mensaje al sitio de alguien que quiere reservar una mesa para fin de semana y aunque ya tengo una respuesta automática que indica todo lo que podemos decir al respecto, siempre lloro un poquito cuando leo el intercambio.

Mis manos siguen amasando y puedo decir que no conocía - o que no recordaba- esta tranquilidad. Sigo arrastrando pasado conmigo porque quedan algunas deudas, los recuerdos, algún que otro compromiso para honrar. Pero casi todos los días descubro algo nuevo y aprendo un poquito sobre mí misma, a la luz de lo que ahora sé. Dejé botadas muchas cosas en la carrera de la partida: gente que quise y ya no quiero. Gente que me quiso y ya no me quiere. Mi pequeño estudio en el segundo piso de la casa de La Cali, al que me mudé mientras me estaba divorciando y en el que hice un nido en el que años después conocí otro tipo de amor.

Cerca de mi casa pasa un arroyo. En las tardes, cuando llueve, se escucha el agua bajando a borbotones. El ruido de los pájaros es ensordecedor pero me ayuda a concentrarme cuando quiero leer un libro. Me levanto más temprano, veo a mi papá casi todos los días. Estoy conociendo gente nueva a la que ya voy comenzando a querer y algunas cosas del pasado reciente se sienten a años luz, como si fueran parte de otra vida, otra de mis tantas vidas. No sé cuándo voy a volver a cocinar para alguien que no sea de mi familia, pero voy acumulando sabores y saberes en las manos conforme el pueblo que me vio nacer va cambiando de temporada. Y ahorita mismo, oh gran privilegio, paso un par de días a la semana dentro de una feria del agricultor, que durante mis años en la ciudad fue el espacio de autocuido en el que me refugié para sobrevivir.

Hay un algo que me palpita debajo de los pies cuando estoy aquí abajo. Antes pensaba que era yo romantizando mis visitas esporádicas a la casa de mis papás, y que todo pueblo chico es un infierno y que si alguna vez me atrevía a regresar, probablemente iba a arrepentirme en menos de un mes. Pero aquí sigue ese latido debajo de mis pies: el corazón del Sur, que está conectado con el mío. Y les quería compartir esto porque siento que ya es hora de apagar la luz y cerrar la puerta que dejé abierta en San José. Muchas gracias si alguna vez vinieron a comer. Si me saludaron en el pasillo. Si me mandaron un mensaje o eligieron el resta para su celebración. Si lo que nosotros hacíamos significó algo para ustedes: para mí valió la pena cada minuto. Cada lágrima. Cada reto. Cocinar para vivir es tener el corazón expuesto todos los días de la semana, es un oficio de amor, aunque el amor no sea suficiente. Gracias siempre por la comunidad que ustedes formaron alrededor de mi hogar. Gracias por el abrazo, por la sonrisa y por partir el pan en mi mesa. Nos vemos en el camino.

Previous
Previous

Huevos rancheros

Next
Next

Cambiar de marcha