Cambiar de marcha

Seguir el corazón.

Hay muchas cosas de las que no hemos conversado aún: se siente como si fuera ayer que cerramos el restaurante, y a veces se siente como si nos estuviéramos perdiendo de algo importantísimo: el ruido, las mañanas aceleradas, todas las celebraciones familiares a las que no pude ir porque estaba muy ocupada.

Sigo cocinando en mi casa, en una cocina más callada, menos ajetreada, más feliz. Con miedo, pero nunca antes tan contenta. ¿Hice lo correcto? Pues hice lo que el corazón me venía pidiendo y cerrá los ojos: llegando a San Isidro se sienten dos golpes en el rostro. El primero es el de la brisa tibia, que augura un calor a veces insoportable. El calor de mi adolescencia, caminando bajo el sol de mediodía rumbo a clases. El segundo es el del aroma inconfundible de la mejor oferta de pollo frito del país: uno en cada esquina, cada uno más rico que el anterior. Siguiendo la carretera, sin desviarse, vamos a pasar frente al barrio de mi infancia, en el que todavía viven mis papás, en la misma casa de mi infancia. Y un poco más adelante, el cruce hacia el pueblo en el que vivo: tras varias cuestas largas y curvas pronunciadas, aparece a la distancia el puente inmenso que permite cruzar el río.

Vivo, pues, del otro lado del río. Tengo pocos vecinos, casi todos de cuatro patas. Por el patio, ahorita mismo, caminan en pequeños grupos montones de chirincocas, y todavía no he terminado de contar los pájaros que anidan en los tres loritos que rodean la casa. Todo esto debe parecerte muy bucólico, pero en realidad tiene mucho de realismo y poco de romance: San José estaba acabando conmigo poco a poco. Lo digo con tristeza porque las pocas veces que he ido desde la mudanza siento ese calor del recuerdo, y un cariño agridulce por el lugar en el que pasé los últimos 24 años de mi vida. El lugar en donde se acumulan las oportunidades, el lugar en el que todos competimos para no perder la relevancia.

Mi vida es ahora inmensamente pequeña, irrelevante y hermosa. Y no sé cómo explicar lo que me está ocurriendo por dentro. Hay algo confuso y lindo en el aroma constante del comino, en las papayas verdes que asoman sobre las cercas. En el molino, en la masa, en esta sensación de volver a sentirme segura mientras escribo con vista a un potrero en el que un caballo bayo pasta bajo la lluvia. En ser de campo. En este olor que siempre me llamó a la distancia, y en haberle dicho sí al corazón cuando me llamaba al Sur.

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Apagar las luces