Esa otra cosa que también es la gastronomía.
Las relaciones de poder están presentes en todos los aspectos de la vida social de los seres humanos. Dice Marina Garcés que “cuando el poder pretende invadirla enteramente, la vida se hace objeto político desencadenante de luchas reales”. Siempre me ha resultado curioso, como cocinera y como escritora, pensar que para alguna gente el oficio de la cocina está por encima del los asuntos humanos, del poder, de lo político.
Pienso que entender la gastronomía como una práctica ajena a estas problemáticas responde a algo muy concreto: acercarnos a la cocina como nos hemos acercado tradicionalmente al arte (entendiéndolo como un objeto inanimado, producto de un ataque de inspiración que probablemente es divina porque tiene elegidos: personas que reciben esa iluminación y la transforman en una cosa individual, con sello de autor, que se escurre por las hendijas de la cultura sin llegar, por gracia divina, a transformarse en artefacto cultural) nos permite mirar para otro lado, evadir la responsabilidad de cuestionarnos nuestra manera de trabajar y las decisiones que tomamos en nuestro quehacer y en general, no pensar, o pensar menos.
Pero somos seres humanos y nada de lo humano nos es ajeno aunque queramos, con todas las ganas, pensar lo contrario. La comida es política. La cocina también lo es. No hemos superado esta discusión porque nos negamos a tenerla: la comida es historia. Si ponemos atención nos habla de migraciones, de imperialismo, de colonización, de guerras. Nos habla de explotación y de apropiación cultural. Nos habla de globalización, de capitalismo, de machismo. Es una de las disciplinas que reflejan de forma más evidente de qué hablamos cuando hablamos de los problemas que nos atraviesan.
Las cocinas de los países desarrollados se han enriquecido durante siglos con los productos “descubiertos” en el Sur Global: especias, papas, tomates, maíz, banano, piña, caña de azúcar, cacao, café... Basta con mirar a nuestro alrededor para identificar en segundos más de una crisis provocada por la popularización y el consumo desmedido de algún producto, como la matcha o la quinua. La alta demanda y sobreproducción de “superfoods” tiene impactos ambientales y sociales directos y graves para los sistemas agrarios en locales.
Todo está conectado. Cuando hablamos de gastronomía sostenible, el greenwashing y las aproximaciones ligeras de la “economía naranja” evidencian y buscan tratamiento para los síntomas de enfermedades más profundas de las que no queremos hablar: la urgencia de reformas que respondan a los graves problemas de tenencia de tierra, la falta de oportunidades en las zonas rurales, que desprotege a las comunidades y las deja a merced de las estructuras de crimen organizado, las nuevas migraciones de lujo desde los países ricos, que acaparan territorios abandonados por los estados y desplazan a comunidades enteras dejándolas sin agua, sin profesionales de atención primaria, sin alquileres pagables.
No podemos hablar de gastronomía sin hablar de migración. Las “mejores” cocinas del mundo se han enriquecido a lo largo de la historia gracias a los procesos migratorios y la colonización. En la actualidad, son personas migrantes quienes trabajan la tierra alrededor del mundo. Y también son millones de migrantes quienes mantienen a flote las cocinas de cientos de miles de restaurantes. Pero la población migrante se convierte, cada vez más, en tema de polarización en las discusiones gubernamentales y los procesos electorales, en víctima de políticas anti migratorias, xenofobia y violencia.
En Gaza, decenas de personas morirán de hambre esta semana por el bloqueo del gobierno de Israel a la ayuda humanitaria que cientos de organizaciones civiles están tratando de llevar a la población civil. En este momento, la inseguridad alimentaria en la zona representa una de las peores crisis humanitarias de la historia moderna. El hambre se está utilizando como arma de guerra. Y aunque podríamos pasar horas discutiendo sobre los matices del derecho internacional y la legalidad o ilegalidad de esta “estrategia”, lo cierto es que cada día que pasa sin que condenemos de manera colectiva esta situación, perdemos un poco de humanidad. Porque somos humanos y nada de lo humano debe sernos ajeno.
Nuestra misión como cocineros y cocineras es muy importante: somos parte del entramado que preserva la historia de nuestros pueblos. Somos aquellas manos en las que millones de personas depositan su confianza y salud todos los días cuando visitan nuestros restaurantes y compran nuestros productos. Somos una fuerza tan grande, que nuestras decisiones de producción, de proveeduría, de manejo de desechos, uso de recursos y cuido de nuestra fuerza de trabajo impactan de forma directa los entornos en los que desarrollamos nuestras ideas de negocios.
Necesitamos mesas más largas y cocinas más humanas. Comer es una necesidad fisiológica que compartimos con infinidad de organismos vivos en el planeta, pero cocinar es lo que nos da una identidad única como especie: hicimos pan antes de aprender a escribir. Domesticar semillas nos obligó a asentarnos y construir sociedades habitables basadas en acuerdos. Cocinar es político porque es humano. Todo esto también es gastronomía, y entenderlo es parte de nuestro trabajo.